sábado, 27 de noviembre de 2010

sordos, mudos, ciegos... Cómplices

Llevamos meses escuchando hablar de la Violencia de Género y viendo cómo desde las alturas de los políticos se intenta poner frenos, parches, soluciones… a una cuestión tan desastrosa como los malos tratos infligidos en el ámbito familiar, que se supone que es el único íntimo y protector que tenemos en nuestra sociedad.


Últimamente la cuestión ha avanzado cuando se ha planteado salvaguardar de inmediato el derecho a una vida digna de los niños, y evitar que convivan, ni siquiera por unas horas, con un monstruo que tal vez no les ha golpeado a ellos, pero sí a su progenitor delante suyo (intento por todos los medios ser políticamente correcta, y no relacionar directamente “maltratado” con “mujer” y “maltratador” con “hombre”, aunque juro que me es muy difícil, y las estadísticas están conmigo: las excepciones confirman la regla).

Pero no quiero ir por ahí. No tengo ganas de hablar de política, que bastante hacen estos gobernantes nuestros, y bastante poco consiguen, a tenor de las noticias que recibimos un día detrás de otro.

Quiero hacer apología de la denuncia. Quiero gritar que ya está bien de escuchar que los políticos no hacen nada, o que los jueces no son justos, valga la contradicción. Quiero denunciar a los vecinos que se callan, cómplices del maltratador, porque vivimos en una sociedad que considera que “los trapos sucios deben lavarse en casa” (menos cuando se trata de los “famosos”, porque entonces se nos cae la baba viendo sus miserias en televisión y hablando de ellas en la cola del mercado).

Una noche, exactamente el 8 de octubre de 1993, creí que no salía de ésa. El que hasta el día anterior fue mi marido digamos que enloqueció, y blandiendo uno de esos cuchillos de sierra de cortar el pan, me persiguió por toda la casa. Yo, cubierta por un albornoz y descalza, empapada porque recién salía de la ducha cuando él llegó, corría y chillaba huyendo de sus gritos y sus llantos. Fueron unas dos horas que se me antojan eternas. No logro recordar nada concreto: escondida detrás del sillón, acurrucada en una esquina, pasillo arriba y abajo, saltando por la ventana de la habitación al patio interior… imágenes que a veces se me olvidan, y a veces, como hoy, me asaltan y me hacen estremecer…

Nadie vino. Nadie llamó a la puerta. No vino la policía. Nadie llamó por teléfono. Nadie se paró delante del balcón, abierto, de nuestro segundo piso… NADIE.

Conseguí zafarme, ponerme algo de ropa y echar a correr. Horas después podía contarle a un amigo lo que me había ocurrido. Mientras empezaba a hablar me di cuenta de la cantidad de chupitos de whisky que había tragado sin darme cuenta, pero no me alcanzó ni para prenderme: me permitieron sólo llorar y decir algunas vaguedades, salir del shock.

Durante meses me llamó, me acosó, me acusó de hacerle quedar como un violador y un abusador, y acabé yendo al psicólogo, mientras él empezó a rehacer su vida con una señora llamada como yo… tiempo después se olvidó de mí, “perdió” al gato que se llevó en nuestra separación (porque el perro de su señora no se llevaba bien con él) y desapareció de mi vida…

Cuando yo empezaba a vivir sola, a reconciliarme con aquella casa, con aquel pasillo, cuando había tirado a la basura el cuchillo (nunca más he tenido uno igual), una vecina me asaltó por las escaleras porque mi gato, que lloraba cuando me iba, le molestaba…

Me mudé tan pronto pude.

Pero los vecinos, ese grupo social sordo, mudo y ciego, como los tres monos, siguen ahí, sin inmutarse ante la barbaridad, pero buscando un hueco ante la cámara para decir que sí los oían, que nunca lo hubieran pensado, que era buena gente, que siempre supieron que acabaría pasando…

Y la vida pasa, para unos más que para otros…